“Por todo lo anterior señor Gómez, nos es preciso prescindir de sus servicios a partir de hoy, lunes…”
El viejo volvió a leer las mismas líneas, hasta que se convenció de que en realidad le estaba pasando a él. Desde hacía mucho tiempo se había sentido aislado. Los nuevos empleados que a él le parecían cada vez más jóvenes habían llegado con los aparatos esos a los que él no entendía. Al principio, en su mesa de diseño, pasaba largas horas tomando medidas, cortando pedazos de papel de diferente color, pegándolos. Trataba de crear los mejores dibujos pero rápidamente sus propuestas eran rechazadas y en su lugar los muchachos con los aparatos de pantalla parecían ser siempre los preferidos por los clientes.
Era inevitable, desde hacía varios meses, ya nadie le pedía su opinión y más bien sentía haber adquirido la calidad de ser invisible. Se levantaba a la misma hora de siempre, se iba a la oficina, se sentaba y veía la misma hoja blanca sobre su mesa ir adquiriendo un color amarillento con el tiempo. Simplemente deambulaba de un lado a otro y el único lugar en donde sentía un poco de paz mental era en la privacidad del baño sentado en el inodoro en donde a veces se quedaba dormido. “Jorge por favor” eran las únicas palabras que oía, y entonces se disculpaba vagamente pues sabía que las decían porque se encontraba en medio camino, o “Jorge por favor” porque se le habían salido los pedos al pasar frente algún cliente, y no solo tenía que soportar la vergüenza, sino también la mirada aparentemente transigente de los presentes.
Cincuenta años habían pasado y esa mañana, nadie se dignó a levantar la mirada para despedir al viejo. No pudo llevarse sus cosas. Simplemente se despidió y tuvo la sensación de que nadie lo oía. AL detenerse junto a la puerta, se dio vuelta y se vio entrando a la oficina por primera vez. Era un joven apuesto, con el pelo rubio recién recortado y su camisa impecablemente blanca. El viejo sonrió.
Afuera el pueblo lo devolvió al presente. Llovía, unos pelos de gato fríos. Abrió su paraguas. Sería quizás la última vez que haría ese mismo trayecto pensaba y a cada paso observaba los pequeños accidentes en el relieve de la acera mojada que conocía tan bien. Parecía despedirse con la mirada de las manchas en el asfalto, de los hidrantes, de las paredes. Vio su pequeña casa amarilla con el porchecito blanco al dar la vuelta en la calle de las gardenias.
¿Cómo le digo? –pensó. Le había mentido a su mujer todo este tiempo, haciéndole pensar que todo seguía igual. La lluvia arreció y en ese momento un hombre tropezó con él y lo hizo perder el equilibrio. Cayó sobre el lodo con el paraguas a un lado. El hombre lo ayudó a levantarse y el viejo instintivamente se agarró la cartera sin decir una palabra y se alejó despacio. Al llegar al porche de su casa, puso el paraguas cerrado a un lado de la puerta y permaneció de pie con la llave en la mano enlodada sin atreverse a abrir. Pensó que la asustaría al volver de repente esa mañana.
Se asomó por la ventana y la vio de espaldas limpiando los adornos de la repisa de la sala. La vio moverse con dificultad, repasando con un limpión seco las mismas porcelanas que él conocía tan bien. Se la imaginó, cuarenta y cinco años de mañanas haciendo lo mismo mientras él estaba en la oficina. El viejo, suspiró, se acercó al canalón y se lavó las manos en el chorro de agua fría. El lodo fue desapareciendo de ellas y le parecieron más arrugadas que nunca, aunque con la luz natural de la mañana, parecían adquirir un resplandor extraño, una pureza y delicadeza que no había visto antes.
Se secó las manos en las piernas del pantalón y se sentó en un banco. Se sentía confundido, sin saber qué hacer ni qué decir. No se conocía fuera de la oficina. Deseaba volver el tiempo atrás, quería dibujar, cortar, pegar. Oyó los golpes de unos nudillos sobre el cristal. Se levantó y ya la puerta estaba abierta. Entró y la vio sonreír mientras caminaba hacía él con una toalla y entonces el viejo se dio cuenta de que todo estaría bien.
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